Por: Valentín Medrano Peña
Simón Pedro, el pescador que siguió a Jesús el Nazareno, devenido luego en santo, quien asaltado del más profundo miedo a los embates del poder en su contra, por el solo hecho de seguir al Dios encarnado y con fundado temor a ser el siguiente en el martirologio sancionador de un Estado arbitrario, que lo adoquinó a cumplir las proféticas palabras del Cristo que le anunció, con reveladora visión del futuro próximo, que le negaría tres veces, y así ocurrió.
Pedro, antes Simón, es la historia del quiebre del espíritu, de la capacidad de testimoniar de forma mendaz si se es sometido a presión, violencia, torturas (psicológica o material) ó lesiones.
Pedro es la razón por la qué dudar o descreer de los testimonios, máxime cuando provienen del mismo acusador. Pedro es razón de dudas y por ende de cientificidad. Es historia de arrepentimientos y reingeniería de si mismo, porque aquel que temeroso negó a Jesús, poco después estuvo dispuesto a morir por él.
La antítesis de Simón Pedro en la Biblia lo fueron Sadrac, Mesac y Abed-Nego, quienes forzados a adorar una estatua de oro que el rey Nabuconodosor ordenó construir a fin de ser venerada como Dios por todo el pueblo, so pena de ser arrojados al horno candente.
Sadrac, Mesac y Abed-Nego que reverenciaban a Jehová como su único Dios, se negaron a adorar la estatua, y como castigo fueron lanzados al ardiente horno para que murieran incinerados, empero un ángel descendió de los cielos enviado a protegerlos y les cubrió impidiendo que fueran calcinados.
El mismos miedo con diferente respuestas. Así suele ocurrir en nuestros plenarios judiciales.
Un Sadrac dominicano.
Más de tres mil años después, otro Sadrac, el hijo de una humilde empleada doméstica, María Batista, fue arrestado en Batey 3, Neyba, Provincia Bahoruco, allanado y conducido por ante el fiscal para que respondiera por el intento de asesinato de tres personas en el interior de un autobús de transporte público.
Aquí comienza su historia.
María fue nuestra primera ayudante doméstica, una mujer de tes oscura y de buen porte con una basta educación. Llegó con inmejorables recomendaciones y su desempeño hizo rápido honor a su fama de doméstica eficaz.
Luego de varios años a nuestro servicio, tuvo que abandonar el trabajo para cuidar a una de sus hijas que había agravado de una enfermedad. Su despedida dolorosa no dejó vacíos, pues se encargó de seleccionar una sustituta a la altura del cariño que nació en doble vía.
Una noche de abril, harán algunos años, María llamó llorosa a la casa. Uno de sus hijos, a quien me describió con acciones y entornos específicos en el cuadro extendidos de actos de mi única visita previa a su pueblo, a su Batey 3, había sido arrestado y se avecinaba una audiencia de medida de coerción fijada para dos días después, un mañanero sábado, en la lejana Neyba.
Ella me reiteró la descripción. Le hice creer y me hice creer que lo recordaba, sí, sí, sí, el espigado morenito de abundante cabello negro azabache , crespo. En realidad todos los jóvenes del lugar lucían iguales, así que solo hice recuerdo de uno y le bauticé con el nombre que ella me daba, Sadrac Batista.
La presión familiar me hizo levantar muy temprano. Era el hijo de María, y aunque nada sabíamos de él, teníamos la obligación de socorrerla, además de ello, María y Joaquín, su esposo, siempre sobre dimensionaron mis cualidades de abogado, así que no solo estaba conminado y apurado por la familia, también estaba empujado por su fe.
El tránsito de un mañanero sábado no podía estar más pesado. Llegamos al juzgado de Neyba justo cuando el juez dictaba su medida de prisión preventiva por tres meses. Un abogado local asistió a Sadrac y cuando la puerta del tribunal se abrió, entonces sí pude cotejar nombre y figura. Ahí estaba el hijo hecho al calco de María, Sadrac Batista, con la expresión del que cae a un profundo precipicio, asustado y lloroso, muy confundido y decaído. Pocas palabras le expresé mientras era conducido, ya esposado, a una cárcel local.
Esperé unas horas hasta recibir una copia de la medida escrita para proceder a la apelación de la misma. En ella se leían los cargos que le imputaban: A decir del fiscal, “una persona hizo parada a un autobús que se dirigía desde Neyba a Barahona. En el vehículo habían tres personas, el conductor, el cobrador y un pasajero homesexual, no sé porque hacer énfasis en su preferencia sexual.
A poco de abordar, el nuevo pasajero sacó un arma con intención de atracar a los de abordo, en una confusa retahíla de hechos, el atacante logró herir al cobrador en dos partes de su cuerpo, al chofer en el pecho,a escasos centímetros encima del corazón, por lo que salvó su vida milagrosamente, y en un forcejeo con el pasajero, el atracador perdió la vida herido con su propia arma”.
Sadrac no tomaba parte en esta escena, y su participación consistió en que presuntamente había transportado al atacante y luego occiso al lugar donde más luego hizo parada al autobús.
Nada de ello me hizo sentido. ¿En qué encuadraba el haber transportado a alguien a un lugar con los hechos posteriores de transgresiones?
La apelación fue fijadas para casi dos meses después, y no se determinaba en el documento de la medida de coerción quien señalaba a Sadrac como el motorista del transporte precedente a los hechos, amén de que unos y otros hechos no parecían conectados en asociación de malhechores.
El día de la apelación no cometí el mismo error, dos horas antes de la apertura de las puertas del tribunal estaba en la corte de Barahona a espera de la audiencia de apelación de la medida de Sadrac. A decir del rol de las audiencias, tres medidas apeladas fueron fijadas por la corte y nosotros seríamos la tercera.
Corría el rumor de que las víctimas del proceso: chofer, cobrador y pasajero, ausentes en la medida impuesta, vendrían a la audiencia.
Sadrac había sido traído e introducido a la sala de audiencia unos minutos antes de las nueve. Cuando oí del rumor me le acerqué a Sadrac para preguntarle si podía identificar a las víctimas, y fue cuando corroboré su absoluta inocencia. Sadrac no conocía a nadie de entre los presentes dentro de la sala de la corte.
Al iniciar la audiencia cuatro jueces subieron al estrado y al llamar nuestra audiencia tres personas fueron sentadas junto al fiscal. Fue ahí cuando pude ver a las víctimas por única vez. Relataron los hechos como aparecían en el papel apelado, mostraron sus heridas abriendo sus camisas y maldijeron al occiso. Yo estaba tembloroso.
Pensaba en María, y aunque los hechos relatados no describían participación para Sadrac, relatados sin describir en él tipo penal, coautoría, asociación o complicidad, el señalamiento a Sadrac de uno de esos testigos-víctimas, le podría sin dudas representar una condena de 20 años en la cotidianidad de nuestro sistema de juzgación.
Los testigos-víctimas no entendían el escenario de la corte, no sabían del papel de ninguno de los allí presentes, decían sus vivencias de un fatídico día que pudo ser su último, y jamás, ni por asomo, mencionaron a Sadrac.
El fiscal creía que había probado su caso y se sintió motivado a hacer una jugada maestra, se adelantaba a lo que sería un juicio de una condena segura, y de forma inusitada ofertaba a Sadrac un acuerdo al que llamaba venial, cinco años de prisión por complicidad y flexibilidad para la audiencia de libertad condicional, dos años y medio seguros de prisión y luego vérselas con él juez de ejecución de la pena. “Nada en comparación con los 20 años por complicidad en intento de asesinato múltiple y atraco” dijo el fiscal.
Iba a responderle pero Sadrac se me adelantó, tal cual su homónimo de la biblia, quien puso distancia de la posterior acción de Pedro, al negarse a denegar de su Dios. Sadrac, el de María, rechazó denegar de si mismo y de su inocencia, y dijo preferir veinte años preso sabiéndose inocente que dos y medio habiéndose mentido y mentido ante Dios.
Algo me decía que había algo más por contar o que faltaba algo por hacer. Había notado que la misma mirada de absoluto desconocido que me daban las víctimas, la remitían a todos los presentes en la sala de audiencias, incluso a Sadrac, así que hice una jugada arriesgada que pudo significar 20 años de prisión para Sadrac o su absoluta absolución, pregunté a los únicos testigos y víctimas de los hechos, si conocían a alguien en la sala, lo que denegaron.
Fue cuando me sentí tentado a ir un poco más lejos y les pregunté si en algún momento de sus vidas habían visto a Sadrac, a quien pedí levantarse y pusiera el frente hacia los interrogados, a lo que también respondieron negativamente. Jamás le habían visto.
Todo aquello ocurrió frente a los cuatro jueces de la corte, por lo que concluí pidiendo la libertad de Sadrac, y que se me expidiera acta certificada de las incidencias ocurridas, que probaban su absoluta inocencia.
Los jueces fueron a deliberar en otro lugar, dejándonos atrás absolutamente seguros de la libertad Sadrac y esperanzados con el futuro del proceso. También quedamos sin la sarcástica risa del fiscal que muy a pesar de todo, y con ánimo diferente nos sugería aceptar su propuesta inicial. “Qué iluso”, pensé equivocadamente para mí. Él conocía más el sistema.
Al retornar de su deliberación los jueces, y estando yo aún de pie, me sentía victorioso, una sensación de cumplimiento con María y satisfacción por empujar un poquitito hacia la justicia.
La presidenta, una dama sesentona de aspecto sobrio y cara afilada, tomó la palabra y en una sola oración de no más de diez palabras derrumbó toda positiva emoción y expectativa de justicia. “La corte desestima el recurso y confirma la decisión”.
¿Qué significa eso que dijo? Preguntaba Sadrac a todos en tribunal. “Quedarás preso” alguien le respondió.
En ese instante me asaltó una amalgama de indescriptibles sentimientos, una sensación de tormento. Sentí que ahora yo caía en un hondo abismo. Todo cuanto se enseña en las escuelas de derecho, todo lo que se predica como justicia, todo cuanto pensamos que no ocurre en nuestros timoratos tribunales, acababa de ocurrir y me seleccionó el destino para ser su testigo de excepción.
Creí haber murmurado mi dolor hacia mis adentros, pero quizá no fue así, pues la presidenta de la corte arremetía contra mis pensamientos, quizá los murmuré muy fuerte. La ira me invadió y respondí sin pensar, les preguntaba a los jueces cómo podían dar una decisión tan abominable y luego poder dormir, cómo actuar en contrapelo al derecho y a la justicia y llamarse jueces.
Bajo advertencia de ser arrestado por el uso del derecho a la libre expresión del pensamiento, los agentes policiales se me acercaron para aplacar lo que no requería ser aplacado. Mi ánimo estaba sereno y triste, y cuando ya habían abandonado la sala los jueces, los agentes me expresaron su pesar por tan injusta decisión. Los policías merecían ser más jueces que los jueces mismos, es el verdadero cambalache de toles.
Al salir de la sala, lo primero que vi fue a María la madre siendo madre y devota. Recién se incorporaba de estar de rodillas orando. La vi y me derroté.
Un mes exacto después de ese triste espectáculo, por una suerte espiritual de situaciones, el expediente de Sadrac fue a parar al despacho del fiscal titular de Bahoruco, Jonás Cuevas, hermano de Lázaro, quien tenía la fama de ser un fiscal un tanto conservador, despiadado con los criminales pero justo, y al notar la vaciedad probatoria del proceso, optó por archivar definitivamente aquel antro de injusticia. Sadrac recuperaba su libertad y su inocencia por ese acto.
La historia de Sadrac es la historia de la fe, de justicia e injusticia, del peligro de un sistema de justicia amedrentado, y de intervención divina.
Años, años, muchos años después noté que todos los convocados en esta trama, incluidos policías, investigadores, fiscales, jueces, víctimas, público e imputado, a excepción de mí, tenían nombres e historias conexas contenidas en la Biblia, con similares hechos en uno y otro escenario. Por lo que al ser el diferente respecto a los bíblicos nombres, me creí obligado, cual único espectador externo, a contar la historia de Sadrac el neibero.